Miro tu virilidad, como a alguien más, y me deleita; en tu cama somos tres: yo, el angioma horizontal… y yo de nuevo. Disculpa por ponerle tanta atención y escrutarlo como a un insecto tecnicolor, es que todo lo demás, y por el momento, está fuera de mi detección ontológica.
Quisiera hacerte cariñitos y llamarte: corazón, mi amor, dulzura; pero siempre he tenido un problema a la hora de portarme cariñosa, —habla sin pensar (me recomiendan), ¡sólo habla sin pensar!—. Más bien, pienso en ese ente erguido del que te hablaba y la cercanía de mis labios. Ambos nos miramos y me viene una discusión infranqueable conmigo misma. Le doy rienda suelta a la dialéctica en los momentos menos oportunos.
Me tomas de la cabeza y susurras:
—Anímate nena.
Te miró y expongo:
—Animada estoy, pero tengo un conflicto ético: vos sabes que aquello constituye la proclividad retórica suprema para lograr la pleitesía.
Por tu mirada de interrogante simulada y la pérdida repentina de tu orgullo, asumo que no entendiste un pito de lo que dije.
No es que yo no pueda expresar cariño, (desconozco cada palabra que articule mi psicoanalista) simplemente no pienso en el cariño en este momento preciso, no con un angioma indiscutiblemente follable y en plena revolución.
Te subes los pantalones como quien es sorprendido tras orinar las margaritas de la vecina, y, yo abotonó lenta y culpable mi vestido mientras te miró suavemente:
—Pero… pero… cariño, no te vayas así… ¡con pleitesía quise decir mamada!
Fernanda Soria Martínez
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